El Topillo de Cabrera (Microtus cabrerae) en su cuneta cacereña. |
Durante el Pleistoceno, edad de oro de la hierba y de los grandes herbívoros, un pequeño topillo del norte de la Península Ibérica que tramaba convertirse en un gigante comedor de hierba, comenzó a crecer lentamente, empezando por su dentadura, y a extenderse. Cruzó los Pirineos y ocupó el sureste de lo que hoy es Francia. Y siguió creciendo muy lentamente.
Pero no solamente tenía que crecer para ser un gigante, tendría que vivir como uno de ellos. Se acabó el criar a toda horas, como ratones. Se acabó la poligamia, ahora vivirían en parejas, una cosa extraordinaria entre los ratones. Se acabaron las camadas de más de 4 crías y se acabó vivir por la noche. Ahora, sin tanto desgaste ni vivir tan acelerados, podrían vivir más tiempo, así que comenzaron a madurar y crecer más despacio. Y, ya puestos, se acabó el vivir bajo tierra, si los herbazales donde vivían aportaban suficiente refugio bastaba con crear una red de galerías en la hierba para facilitar los desplazamientos. Era un rechazo pleno de la forma de vida ratonil, todo un cambio radical en su estrategia de vida que les aproximaba a los grandes mamíferos, sin embargo, esto no vino acompañado por el ansiado crecimiento. Ahora apenas pasaba de ser un ratón grande.
Nuestro topillo no contaba que, con el frío glaciar, otro pariente excéntrico se iba a mudar a la puerta de su casa. Así pasó con los abuelos del Topillo nival, también gente con aspiraciones que habían avanzado más en su carrera por aumentar el tamaño y en ralentizar su capacidad reproductiva, aunque lo de la poligamia ya les costaba más. El conflicto estaba servido y la ley del más burro se impondría. Los antepasados de nuestro protagonista plegaron velas y volvieron a cruzar los Pirineos huyendo de su vecino, dejando atrás unos cuantos fósiles como tarjeta de visita. Pero el vecino resultó ser un aguafiestas y, dado que en plena glaciación era caballo ganador, cruzó las montañas también. Con todo el territorio ocupado por los topillos de toda la vida y con el Topillo nival siguiéndole los pasos y ocupando los mejores territorios, sólo quedó una alternativa: ir a vivir a zonas sin el más mínimo atractivo para un topillo. Rizando el rizo, buscó pastizales siempre verdes en territorios de clima mediterráneo, donde la hierba moría cada primavera. Increíblemente los encontró y allí vivió tranquilo, olvidando sus sueños de grandeza, hasta que mucho tiempo después unos señores de la lejana Bruselas decidieron dar una prima al ganado.
El campo se llenó de ganado, mucho ganado, demasiado ganado. Su pequeño reino fresco y jugoso era una tentación irresistible durante los secos veranos y nuestro topillo debió tomar una decisión drástica. Si sus pastos desaparecían habría que buscar una alternativa y a estas alturas ya poco tenía que perder. Viendo que algunas cunetas de las carreteras mantenían un pastizal verde todo el año, con suficiente cobertura y, sobre todo, a salvo del ganado, allí que se fueron casi todos los topillos. Rodeados de basura, lo peor, sin embargo, eran las ratas y la sensación de encontrarse en un callejón sin salida.
El destino se burló de los dos topillos que quisieron dejar el rebaño. Uno terminó prisionero en las cunetas y otro prisionero en las montañas a merced del cambio climático.
Después de un periplo así me he quedado destrozada, así que me imagino cómo estará el topillo… Besos.
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