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domingo, 23 de diciembre de 2018

Recuerdos de un zorromigalero. Educación I


    Ejemplar pelirrojo de Rhinolophus mehelyi, especie muy característica de los refugios extremeños, en especial los situados en los Montes de Toledo.


Por un momento me he visto tentado a copiar el arranque del Quijote aquí, pero para no resultar muy ridículo sólo diré que esto me ocurrió en un pueblo del sur de Badajoz. Ese día me acerqué a una mina abandonada donde periódicamente realizábamos censos de murciélagos (zorromígalos), al ser un refugio de gran importancia.

Como había que atravesar por una finca privada dejé el coche en la puerta y me acerqué andando a la casa donde vivía la familia. Con todos los cachivaches a cuesta, que son muchos para estos menesteres, llegué a la puerta de la casa y salió a recibirme un hombre joven. Le comenté mi intención de entrar a la mina para hacer una inspección y al verme solo me comentó si ya la conocía, a lo que respondí que sí y, para tranquilizarle tanto a él como a mí mismo, dije que no visitaría las zonas más peligrosas. Nos separamos y me encaminé a la mina, justo antes de saltar el muro de piedra en seco para abandonar la finca me alcanzó un niño de 7 u 8 años:

-Hola
-Hola
-¿Vas a entrar en la mina?
-Sí
-Yo ya he entrado varias veces.
-Qué valiente, pero te acompañará tu padre, ¿no?
-Sí, porque además está to llena de murciélagos.
-Pues eso es lo que vengo a ver yo.
- ¡Acho!, ¿te gustan los murciélagos?
- Sí.
- Pues yo una vez entré con mi padre y llenamos un saco de murciélagos…
-!!!!!!!!
-Luego se los llevó por la noche y los soltó en la discoteca.
- Ay, madre mía…
- Adiós (se marchó con una sonrisa que podría definirse como diabólica)
- !!!!!

Cuando salí del shock entré en la mina y me imaginé las tristísimas imágenes que se debieron ver allí: un padre joven, imagino que riendo, llenando a puñados un saco con las piñas de murciélagos que pasaban el invierno allí. Su hijo pequeño a su lado con la linterna, admirado por lo que su mente infantil identifica como la audacia de su padre y no su ignorancia. Ante la rareza de las especies que allí se refugiaban el suceso dejaba de ser anecdótico.

Al salir de la mina pasé por la casa otra vez, pero no había nadie. Me acerqué al pueblo a tomar un café para despejarme. Mientras aparcaba el coche me sorprendí con la fachada de una discoteca con dos enormes ruedas de tractor, “Discoteca Las Roedas”. Ignoro si aquella fue la discoteca de la tragedia, pero nuevamente me imaginé aquellos pobres rinolofos, con sus extraordinariamente sensibles oídos, liberados de manera brusca en una habitación con un ruido insoportable y llena de gente. Después, los gritos, los golpes, las muertes, las risas.

sábado, 1 de diciembre de 2018

Crecer entre pájaros.

Por muchos años que pasen y por muchas observaciones que tenga de la Curruca capirotada, nunca podré evitar esos primeros dos o tres segundos iniciales que me transportan a la infancia. Es la magia de la observación de aves corrientes.



La palabra paraíso está tan manoseada y se emplea tan a la ligera que huyo de ella como de un nublado. Digo esto porque no la voy a utilizar al referirme a mi pueblo como uno de los mejores lugares para crecer, si lo que te gustan son los pájaros. Con un coche, estás a media hora del Salto de Gitano o la Portilla de Tiétar, y todos sabemos lo que eso significa, en poco más de ese tiempo en Arrocampo o en los llanos de Cuatro Lugares y a una hora tienes a tu disposición todas las especialidades de la alta montaña extremeña y sus especies forestales. Usualmente, cuando uno tiene 8-9 años no suele disponer de un coche, de hecho no disponía ni de prismáticos, por suerte, en Plasencia no necesité ni lo uno, ni lo otro.

En aquella época un niño podía vagar solo por las calles sin que sus padres fueran encarcelados y yo podía disfrutar de un catálogo de aves muy selecto, a la altura del pequeño gourmet en el que me estaba convirtiendo.

Podía bajar a las pesqueras del río Jerte junto al Puente Nuevo, que como su nombre indica es uno de los más viejos de Plasencia, a disfrutar, por sorprendente que nos resulte hoy, de las operaciones de inmersión del mirlo acuático, a buscar a los martines pescadores y a las pollas de agua en el parque de La Isla, para terminar el paseo bajo el Puente de Trujillo, a la espera de los carruseles de los vencejos reales que criaban allí, uno de mis tesoros más preciados. Podía, tal vez, acercarme al entonces inmensamente más hermoso Parque de los Patos, donde conocía la ubicación de un nido de guarro (cuervo) en un chopo, donde llegó a criar una pareja de milanos reales en uno de esos viejos pinos revirados tan característicos de este parque, o donde observé mis primeros búhos chicos. Por entonces los milanos reales eran abundantes en la cercana finca municipal de Valcorchero y yo no perdía mucho tiempo con ellos. Prefería hacer esperas en los charcos que se formaban junto a la Fuente de la Rana, para descubrir a los escasos gorriones molineros que acudían a beber allí, mezclados con los gorriones comunes y los verderones. Las cercanas murallas de la Torre Lucía y los Arcos, que así llamamos los placentinos a nuestro magnífico acueducto, eran un buen lugar para esperar a los roqueros solitarios y a las lechuzas y eso eran ya palabras mayores para mí.

Las alineaciones de aligustres de la entonces Avenida del Ejército y los olmos monumentales del Parque de la Rana eran una buena zona para disfrutar de los centenares de currucas capirotadas que invadían la zona en otoño, en busca de esos frutos que tanto odian los propietarios de coches y los peatones, pero que amamos los aficionados a los pájaros. En verano, los fresnos del Parque la Coronación y los aligustres junto a los Arcos eran el lugar para perseguir autillos, siempre oídos y casi nunca vistos. Quedaba otro pequeño tesoro que suponía un esfuerzo algo mayor, pero que era compensado por la belleza del objetivo.

La collalba negra, que continua siendo uno de mis pájaros favoritos, era relativamente abundante en Plasencia en aquella época, conocía una decena de nidos a una hora andando desde mi casa, unos en Valcorchero y otros junto al Puente de Hierro en el cañón del río Jerte, pero era posible observarla dentro de Plasencia en las proximidades del Puente de San Lázaro. El tren que subía a Castilla todavía recorría las vías que había por allí y había que tener cuidado, pero eso hacía más arriesgada y valiosa aquellas observaciones. Por allí descubrí también mi primer nido de golondrina daúrica, un ave muchísimo más rara que hoy día.

Gran desconocedor en aquellos años de la palabra censo, ya llevaba la contabilidad de los nidos de cigüeñas blancas y cernícalos primilla de Plasencia, lo que me permitía disfrutar de un sonido hoy casi perdido, el increíble griterío de los bandos de grajilla en sus evoluciones entre la Catedral y el Cachón, que se amplificaba en la magnífica caja de resonancia de los muros de piedra de la Plaza de San Nicolás o la de la propia catedral, siempre bien secundados por las bodas de los vencejos comunes y pálidos. El invierno traía una extraña calma a la parte antigua de Plasencia, pero también traía a los aviones roqueros que volaban junto a las paredes más altas, atrapando a los bichos que buscan el calor de la piedra y cobijo frente al viento, aunque yo prefería observarlos en estas faenas en las fachadas de la Residencia Sanitaria, donde había más bichos y más aviones roqueros, lo que siempre permitía la presencia de auténticos kamikazes.

Ahora vivo en Cáceres y andan ya muy lejos aquellos años de la ilusión de las primeras observaciones, pero parece que para compensar esta ciudad me permite seguir viviendo entre aves, cierto que hace tiempo que no veo alzacolas o collalbas negras por aquí y que decrecen los números de todas las aves que crían en edificios, pero aun así es fácil sumar especies durante cualquier paseo. Llevo un listado de observaciones desde el patio de mi casa, que tiene avutardas a poco más de 1000 metros en línea recta, y he anotado ya 58 especies con águila imperial, águila real, buitre negro, alimoche, milano real, grulla y avutarda entre ellas. No sé si hay algún índice de desarrollo y bienestar de esos tan de moda ahora que pueda medir esto.


Este texto forma parte de mi contribución al libro "Extremadura, Naturaleza Urbana" presentado en el VIII Encuentro de Blogueros celebrado el pasado noviembre en Trujillo.

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