|
Por muchos años que pasen y por muchas observaciones que tenga de la Curruca capirotada, nunca podré evitar esos primeros dos o tres segundos iniciales que me transportan a la infancia. Es la magia de la observación de aves corrientes. |
La palabra paraíso está tan manoseada
y se emplea tan a la ligera que huyo de ella como de un nublado. Digo esto
porque no la voy a utilizar al referirme a mi pueblo como uno de los mejores
lugares para crecer, si lo que te gustan son los pájaros. Con un coche, estás a
media hora del Salto de Gitano o la Portilla de Tiétar, y todos sabemos lo que
eso significa, en poco más de ese tiempo en Arrocampo o en los llanos de Cuatro
Lugares y a una hora tienes a tu disposición todas las especialidades de la
alta montaña extremeña y sus especies forestales. Usualmente, cuando uno tiene
8-9 años no suele disponer de un coche, de hecho no disponía ni de prismáticos,
por suerte, en Plasencia no necesité ni lo uno, ni lo otro.
En aquella época un niño podía
vagar solo por las calles sin que sus padres fueran encarcelados y yo podía
disfrutar de un catálogo de aves muy selecto, a la altura del pequeño gourmet en el que me estaba convirtiendo.
Podía bajar a las pesqueras del
río Jerte junto al Puente Nuevo, que como su nombre indica es uno de los más
viejos de Plasencia, a disfrutar, por sorprendente que nos resulte hoy, de las
operaciones de inmersión del mirlo acuático, a buscar a los martines pescadores
y a las pollas de agua en el parque de La Isla, para terminar el paseo bajo el
Puente de Trujillo, a la espera de los carruseles de los vencejos reales que
criaban allí, uno de mis tesoros más preciados. Podía, tal vez, acercarme al
entonces inmensamente más hermoso Parque de los Patos, donde conocía la
ubicación de un nido de guarro (cuervo) en un chopo, donde llegó a criar una
pareja de milanos reales en uno de esos viejos pinos revirados tan
característicos de este parque, o donde observé mis primeros búhos chicos. Por
entonces los milanos reales eran abundantes en la cercana finca municipal de
Valcorchero y yo no perdía mucho tiempo con ellos. Prefería hacer esperas en
los charcos que se formaban junto a la Fuente de la Rana, para descubrir a los
escasos gorriones molineros que acudían a beber allí, mezclados con los
gorriones comunes y los verderones. Las cercanas murallas de la Torre Lucía y
los Arcos, que así llamamos los placentinos a nuestro magnífico acueducto, eran
un buen lugar para esperar a los roqueros solitarios y a las lechuzas y eso
eran ya palabras mayores para mí.
Las alineaciones de aligustres de
la entonces Avenida del Ejército y los olmos monumentales del Parque de la Rana
eran una buena zona para disfrutar de los centenares de currucas capirotadas
que invadían la zona en otoño, en busca de esos frutos que tanto odian los
propietarios de coches y los
peatones, pero que amamos
los aficionados a los pájaros. En verano, los fresnos del Parque la Coronación
y los aligustres junto a los Arcos eran el lugar para perseguir autillos,
siempre oídos y casi nunca vistos. Quedaba otro pequeño tesoro que suponía un
esfuerzo algo mayor, pero que era compensado por la belleza del objetivo.
La collalba negra, que continua
siendo uno de mis pájaros favoritos, era relativamente abundante en Plasencia
en aquella época, conocía una decena de nidos a una hora andando desde mi casa,
unos en Valcorchero y otros junto al Puente de Hierro en el cañón del río
Jerte, pero era posible observarla dentro de Plasencia en las proximidades del
Puente de San Lázaro. El tren que subía a Castilla todavía recorría las vías
que había por allí y había que tener cuidado, pero eso hacía más arriesgada y
valiosa aquellas observaciones. Por allí descubrí también mi primer nido de golondrina
daúrica, un ave muchísimo más rara que hoy día.
Gran desconocedor en aquellos
años de la palabra censo, ya llevaba la contabilidad de los nidos de cigüeñas
blancas y cernícalos primilla de Plasencia, lo que me permitía disfrutar de un
sonido hoy casi perdido, el increíble griterío de los bandos de grajilla en sus
evoluciones entre la Catedral y el Cachón, que se amplificaba en la magnífica
caja de resonancia de los muros de piedra de la Plaza de San Nicolás o la de la
propia catedral, siempre bien secundados por las bodas de los vencejos comunes
y pálidos. El invierno traía una extraña calma a la parte antigua de Plasencia,
pero también traía a los aviones roqueros que volaban junto a las paredes más
altas, atrapando a los bichos que buscan el calor de la piedra y cobijo frente
al viento, aunque yo prefería observarlos en estas faenas en las fachadas de la
Residencia Sanitaria, donde había más bichos y más aviones roqueros, lo que
siempre permitía la presencia de auténticos kamikazes.
Ahora vivo en Cáceres y andan ya
muy lejos aquellos años de la ilusión de las primeras observaciones, pero
parece que para compensar esta ciudad me permite seguir viviendo entre aves,
cierto que hace tiempo que no veo alzacolas o collalbas negras por aquí y que
decrecen los números de todas las aves que crían en edificios, pero aun así es
fácil sumar especies durante cualquier paseo. Llevo un listado de observaciones
desde el patio de mi casa, que tiene avutardas a poco más de 1000 metros en
línea recta, y he anotado ya 58 especies con águila imperial, águila real,
buitre negro, alimoche, milano real, grulla y avutarda entre ellas. No sé si
hay algún índice de desarrollo y bienestar de esos tan de moda ahora que pueda
medir esto.
Este texto forma parte de mi contribución al libro "Extremadura, Naturaleza Urbana" presentado en el VIII Encuentro de Blogueros celebrado el pasado noviembre en Trujillo.