Ejemplar pelirrojo de Rhinolophus mehelyi, especie muy característica de los refugios extremeños, en especial los situados en los Montes de Toledo.
Por un momento
me he visto tentado a copiar el arranque del Quijote aquí, pero para no
resultar muy ridículo sólo diré que esto me ocurrió en un pueblo del sur de
Badajoz. Ese día me acerqué a una mina abandonada donde periódicamente realizábamos
censos de murciélagos (zorromígalos), al ser un refugio de gran importancia.
Como había que
atravesar por una finca privada dejé el coche en la puerta y me acerqué andando
a la casa donde vivía la familia. Con todos los cachivaches a cuesta, que son
muchos para estos menesteres, llegué a la puerta de la casa y salió a recibirme
un hombre joven. Le comenté mi intención de entrar a la mina para hacer una
inspección y al verme solo me comentó si ya la conocía, a lo que respondí que
sí y, para tranquilizarle tanto a él como a mí mismo, dije que no visitaría las
zonas más peligrosas. Nos separamos y me encaminé a la mina, justo antes de saltar
el muro de piedra en seco para abandonar la finca me alcanzó un niño de 7 u 8
años:
-Hola
-Hola
-¿Vas a entrar en la mina?
-Sí
-Yo ya he entrado varias veces.
-Qué valiente, pero te acompañará tu padre,
¿no?
-Sí, porque además está to llena de
murciélagos.
-Pues eso es lo que vengo a ver yo.
- ¡Acho!, ¿te gustan los murciélagos?
- Sí.
- Pues yo una vez entré con mi padre y llenamos
un saco de murciélagos…
-!!!!!!!!
-Luego se los llevó por la noche y los soltó
en la discoteca.
- Ay, madre mía…
- Adiós (se marchó con una sonrisa que
podría definirse como diabólica)
- !!!!!
Cuando salí del shock entré en la mina y me imaginé las
tristísimas imágenes que se debieron ver allí: un padre joven, imagino que
riendo, llenando a puñados un saco con las piñas de murciélagos que pasaban el
invierno allí. Su hijo pequeño a su lado con la linterna, admirado por lo que
su mente infantil identifica como la audacia de su padre y no su ignorancia.
Ante la rareza de las especies que allí se refugiaban el suceso dejaba de ser
anecdótico.
Al salir de la
mina pasé por la casa otra vez, pero no había nadie. Me acerqué al pueblo a
tomar un café para despejarme. Mientras aparcaba el coche me sorprendí con la
fachada de una discoteca con dos enormes ruedas de tractor, “Discoteca Las
Roedas”. Ignoro si aquella fue la discoteca de la tragedia, pero nuevamente me
imaginé aquellos pobres rinolofos, con sus extraordinariamente sensibles oídos,
liberados de manera brusca en una habitación con un ruido insoportable y llena
de gente. Después, los gritos, los golpes, las muertes, las risas.
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